CRÓNICAS QUE IMPACTAN
Hay artículos y escritos que dejan huella nada más que uno los lee. Porque describir costumbres, tradiciones o festejos patronales o de romerías se pueden hacer con una soltura más o menos literaria y concisa. Pero relatar un acontecimiento sobre la sencilla y entregada vida a los demás de un cura de pueblo con su muerte tan impresionante, sólo lo hacen personas con una pluma tan magnífica para estos casos como era la de mi padre y tantos años reconocido médico de La Alberca. Para el lector joven sirve para reconocer como hay una escala de valores que marcan la vida de las personas, desde la entrega a los demás, la continua perseverancia en sus ideales hasta el último momento y su esperado y ansiado encuentro con Dios. Sírvanos este magnífico relato para detenernos día a día y sea la época que fuere, para ver y reconocer estas personas que son la mejor avanzadilla de futuro que pueda tener nuestra sociedad. Morir con las botas puestas.
VIDA Y MUERTE EJEMPLAR
¡La Alberca está de luto!
No puedo, mi querido don Juan Antonio, sustraerme a encabezar estas líneas con la exacta, la precisa frase de usted en su oración necrológica: “¡ La Alberca está de luto!”, porque ella sola condensa toda la pena, todo el dolor que La Alberca ha sentido por la pérdida de quien como un verdadero padre cuidó por la salvación de sus feligreses durante muchos años. ¡La Alberca está de luto! Y motivo tiene para ello. La pérdida de su venerable párroco, don Pablo Hernández González, es de las que tienen que dejar huella honda en las gentes de buena voluntad.
Cuando el espíritu sereno y quieto se vaya convenciendo de la realidad de esta pérdida que todavía por lo brusca e inesperada, nos parece mentira, entonces su sencilla, su recogidita tierra se irá agrandando, y todos daremos cuenta del hondo hueco que deja su ausencia.
Entonces veremos esa labor callada, pero profunda, constante, sin un descanso y sin un desaliento; ese madrugar de alondra mañanera para decir su Misa de Alba, olvidándose del peso abrumador de su edad avanzada; ese laboreo constante, día a día, en la catequesis vespertina de los niños; esa preocupación permanente de la vida de sus feligreses, procurando siempre poner un lenitivo moral o material, según las necesidades. Y así, durante treinta años, trabajando infatigablemente y sembrando la bondad en su contorno; dándose a los demás y olvidándose de si mismo.
Y después, cuando dejaba su labor de la Iglesia, comenzaba su labor misionera social. Y entre ella su Sindicato Católico Agrario, que durante más de veinte años le ha tenido a él por alma y guía. ¡Su Sindicato que ha arrebatado de las garras de la usura a los albercanos! Esas garras que a unos arruinaba y a otros hundía para siempre en las redes de la avaricia. Y a todos salvó. El que necesitaba encontró lo preciso con módico y legal interés. El que prestaba, perdió su presa y acaso con ello salvó su alma para toda una eternidad.
Y al finalizar esta labor agotadora, para ensanchar su espíritu, y para más demostrar el cariño al terruño que le acogía, se dedicaba a cantar las bellezas de su serranía. Cantando y contando las costumbres y acontecimientos de su Alberca en un lenguaje sencillo y llano y un estilo clásico y logrado, pues no en vano era licenciado en derecho y había sido director espiritual y profesor del Seminario de Coria. ¡Mucho saben de esto los lectores de LA GACETA REGIONAL, donde durante largo tiempo vieron la luz sus lindas crónicas!
Y como premio de sus cuarenta y siete años de sacerdocio, de ellos treinta en su parroquia de La Alberca, Dios le llamó hacia Él de un modo ejemplar. ¡Se estremece uno de emoción pensándolo!
En la mañana del 10 (¿?) de marzo. Lluviosa, fría, don Pablo no ha pensado en que es casi un octogenario y allí va con su pasito ágil y ligero, hacia la Iglesia, a su confesionario. Y allí está olvidándose que el frío es intenso y muchos sus años, más de dos horas reprendiendo y perdonando, duro en la réplica y blando en el perdón. Después a celebrar su Santa Misa. Y allí, junto al altar, cuando acaba de consumir, cuando Dios en forma de pan y vino penetra en él, no puede más y se derrumba su cuerpo, para que su alma marche hacia las Alturas en apretado abrazo con el cuerpo de Jesús, que él mismo se acaba de administrar.
¡Qué muerte más bella! Morir en la brecha. Confesar y perdonar. Decir su Santa Misa. Administrarse él mismo los Santos Sacramentos e inmediatamente entregar a Dios su alma purificada.
¡Qué muerte más bella! Comenzábamos expresando nuestra pena y nuestro dolor, pero ante la sublimidad de esta muerte, tenemos que lanzar nuestro Hosanna, y como con unas palabras del brillante orador sagrado Don Juan Antonio Martín, habíamos comenzado con otras del mismo queremos terminar: ¡Bienaventurados los que mueren en el Señor! -Luciano Barcala-
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