DEL ONCE AL QUINCE Y TIRO PORQUE ME TOCA
-No van cuatro, ¡despistado! / Que si
hacemos bien la cuenta
Ciento cuatro ya han pasado. /
Recordemos los cincuenta.
Y… ¡chico!, ¡los cinco choca! /Que este “ juego” no ha acabado.
Y tiro porque me toca.-
Si en 1911 la llegada de un automóvil
era todo un gran acontecimiento en cualquier pueblo de Castilla. En La Alberca
un coche desconocido y con buena apariencia, al comienzo de la década de los
cincuenta, seguía produciendo la misma expectación.
La “brea” seguía unos metros más allá de
la Casa del Arquitecto y allí ya se detenía. La carretera era ya de tierra y polvo, para dar mayor aire
y naturalidad al “monumento”. La fuente del Tablao quedaba en un hoyo y el Río
de San Antonio acarreaba agua con fuerza y salero; allí, las mozas que estaban
lavando la ropa levantaban la vista cuando muy cerquita de ellas pasaba tocando
fuertemente el claxon el coche de Felipe que venía de América, el “haiga” del
hijo del “enterradó” que le iba bien en sus negocios, el de Tito que venía del Cabaco,
el de Poli el de la Pilata, el del señor Honorio o el de Pedro Calentino,…
Los chiquillos -¡Qué quieres que te
digamos!- ante la nube de polvo y olores a ciudad salíamos corriendo tras de
él…¡Vamos hasta la plaza a ver quién
viene!
“El a ver quién viene” interesaba más a
personas mayores que al escuchar el ruido de la calle se recogían el mandil,
bajaban a la puerta y miraban con disimulo mientras el carro de paja descargaba
en la calle a toda velocidad, recogía sus trastos el herrero señor Antolín o
Telesforo metía a su carro de bueyes en una esquina de la Balsada.
Mientras en la plaza los chiquillos
observaban al máximo el descapotable, ¡igualito que el de Manolete! La vecindad
se acercaba y saludaba a los que habían llegado de Argentina, América o Suiza.
“Con los no te acuerdas o ¿no conoces a la hija de…?”Se hacían los mejores
saludos.
Arrancaba de nuevo el coche y había que
irlo a probar hasta el Prado la Carrera, de lo demás ya habrá tiempo.
A la vuelta, entre el sembrado del
Mister y el huerto de la Carambanera sucedía siempre lo mismo, había que
agarrar fuertemente al mulo para que no se espantara y los perros que
extrañaban al cacharro que venía pitando
y echando humo salían corriendo tras de él, ladrando, acechando a sus ruedas,
hasta que por fin se daban ya por vencidos junto a la ermita San Antonio. Pero más arriba se volvían a
enzarzar con el grupito de perros de
Telesforo, o del primero que pasara.
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